Imagina a René Descartes, solo en su habitación iluminada por una vela parpadeante, en una fría noche de invierno en Holanda. Decidido a construir el conocimiento sobre cimientos inquebrantables, adopta el racionalismo puro: solo aceptará como verdadero aquello que resista cualquier duda posible.Comienza su odisea intelectual dudando de todo. ¿Los sentidos? Engañosos, como ilusiones ópticas o sueños vívidos donde cree estar despierto.
¿Y la realidad externa?
Podría ser una matriz creada por un demonio malvado, manipulando sus percepciones. Incluso las matemáticas simples, como 2+3=5, podrían ser falsas si ese demonio lo engaña en su mente.Pero en medio de esta tormenta de escepticismo, surge un rayo de luz irrefutable. Mientras duda, se da cuenta de que está pensando: dudando, reflexionando, cuestionando. Ese acto de pensar no puede ser ilusorio, porque para ser engañado, debe existir algo que sea engañado. Así, llega a la certeza absoluta: "Pienso, luego existo" (Cogito ergo sum). Es el punto de partida indudable, una verdad clara y distinta que no depende de nada externo, solo de la razón pura. De ahí, reconstruirá su filosofía, como un náufrago que encuentra una roca sólida en el mar de la incertidumbre.
En la Primera Meditación, invoca el escepticismo radical: duda de los sentidos, que a menudo engañan con ilusiones o sueños indistinguibles de la vigilia. Pero va más allá, conjurando la figura aterradora de un "genio maligno" (le malin genie) o demonio omnipotente, un ser astuto que podría estar manipulando su mente, haciendo que crea en un mundo externo falso, e incluso en verdades matemáticas aparentes como 2+2=4.
Bajo esta sombra demoníaca, todo se derrumba en la incertidumbre absoluta: ¿y si este engañador supremo lo induce a error en cada pensamiento? Sin embargo, en la Segunda Meditación, emerge un destello invencible. Mientras duda de todo, se percata de que el acto mismo de dudar implica pensar.
Para que el demonio lo engañe, debe existir un "yo" que sea engañado. Así, irrumpe la certeza luminosa: "Pienso, luego existo" (Cogito ergo sum). Esta verdad no depende de los sentidos ni del mundo externo, ni siquiera del demonio; es una intuición clara y distinta de la razón pura, el archimedeo punto fijo desde el cual Descartes reconstruye su metafísica, demostrando que el demonio, por poderoso que sea, no puede anular la existencia del pensador.
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